La Libertad en el Desierto
Capítulo 1: El Fuerte San Carlos
En el año 1868, el fuerte San Carlos se alzaba solitario entre las arenas rojizas de Sonora. El viento, cargado de polvo y un olor a muerte, azotaba las viejas murallas de madera. El sol, implacable, castigaba a los soldados, quienes, cansados de los mosquitos y el aguardiente barato, buscaban maneras de ahogar el aburrimiento. Ese día, un nuevo giro del destino llegó con la llegada de una cautiva.
La mujer, conocida como la apacha loca, había sido capturada tres días antes en una emboscada cerca del río Yaki. Se decía que había matado a dos soldados con su propio cuchillo antes de ser sometida. Ahora, se encontraba dentro de una jaula de madera y hierro, una prisión que alguna vez había albergado a osos. Sentada con las piernas cruzadas y las muñecas atadas con cáñamo grueso, mantenía la cabeza alta. No lloraba, ni suplicaba; sus ojos negros brillaban con una intensidad inquietante, como obsidiana recién tallada.
El capitán Morales, un yucateco de figura robusta y carácter cruel, llamó a Will, un teniente irlandés-mexicano de 28 años que prefería hablar poco y beber menos. “Tú te quedas de guardia con la India”, ordenó Morales. “Día y noche. Si se escapa, te fusilo. Si la matan los muchachos antes de tiempo, también te fusilo. ¿Entendido?” William asintió, sabiendo que discutir con un hombre que tenía el poder de condenarlo a muerte no era una opción.
La primera noche fue larga. Los soldados, embriagados y burlones, se acercaban a la jaula, lanzándole huesos de res y escupiendo. Sin embargo, la cautiva no mostraba signos de debilidad. William, incapaz de soportar el espectáculo, los corrió a gritos y culatazos. Uno de ellos, un sargento chiapaneco llamado Ramos, le escupió al pasar. “¿Qué te pasa, Querito? ¿Ya te enamoraste de la salvaje?” William no respondió, manteniéndose firme junto a la jaula hasta el amanecer, con el rifle cruzado sobre las rodillas.
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Capítulo 2: Un Vínculo Inesperado
El segundo día, el calor era abrumador. La mujer no había probado bocado ni agua desde su captura. Sus labios estaban partidos, pero aún se mantenía erguida. William, sintiendo compasión, llenó su cantimplora y abrió la puerta de la jaula con cuidado. “No te voy a hacer daño”, dijo en un español lento. “Bebe”. Ella lo miró fijamente, y después de un momento, tomó la cantimplora y bebió vorazmente, sin apartar los ojos de él. Al terminar, le devolvió la cantimplora y habló por primera vez.
“Nianande, ¿tú cómo te llamas, hombre blanco?” preguntó con voz ronca pero firme. “William, pero aquí me dicen Guillermo”, respondió él. Ella repitió su nombre, como si lo estuviera probando. Esa noche, una tormenta repentina inundó el fuerte, y la jaula se llenó de barro. William, sintiendo la necesidad de ayudarla, le pasó su único zarape bueno entre los barrotes. Ella lo aceptó sin decir gracias, pero lo miró con una intensidad que él no pudo ignorar.
Los días siguientes fueron un lento baile de desconfianza que poco a poco se fue derritiendo. William aflojó las cuerdas de sus muñecas cuando nadie miraba y le llevaba carne seca y tortillas que robaba de la cocina. Le contaba en voz baja sobre su madre irlandesa, que había muerto de fiebre en Chihuahua, y su padre mexicano, que lo había abandonado a la edad de siete años. Ella escuchaba sin interrumpir, y así, un vínculo inesperado comenzó a formarse entre ellos.
Una tarde, mientras William limpiaba su rifle, Niana habló de pronto. “Mi hijo tenía cinco años cuando los soldados quemaron nuestro campamento. Lo mataron porque lloraba demasiado. A mi hermana la llevaron, no volvió”. William sintió que algo se rompía en su pecho. No dijo nada, solo asintió, comprendiendo el dolor que ella llevaba dentro.
Capítulo 3: La Decisión
Los soldados continuaban molestándola. Un cabo borracho intentó meterle la mano por entre los barrotes, y William, enfurecido, le rompió una botella en la cabeza y lo arrastró hasta el calabozo. Al día siguiente, apareció con un ojo morado y una advertencia del capitán: “La próxima vez que toques a uno de mis hombres, te mando a azotar o con él”. Pero ya era tarde; William había cruzado una línea invisible. Ya no veía a una prisionera apacha, sino a una mujer que había perdido todo y aún así no se rendía.
Una noche, el capitán Morales reunió a los oficiales en su tienda. William, de guardia, escuchó a través de la lona. “Mañana llega el coronel Díaz con los de inteligencia. ¿Quieren saber dónde están escondidos los demás apaches? La India va a hablar, aunque tengamos que sacarle las palabras con tenazas calientes”. William sintió que la sangre se le helaba. Regresó a la jaula, donde Niana dormía sentada con la cabeza apoyada en los barrotes.
Él se quedó mirándola hasta que el cielo comenzó a clarear. A las 4 de la mañana, cuando la luna aún colgaba baja, William tomó su decisión. Sacó la llave que había robado del cinturón del centinela borracho, abrió la jaula y cortó las cuerdas de Niana con su navaja. “Vamos”, susurró. “Ahora o nunca”. Ella se levantó sin una palabra, y sus ojos brillaban más que nunca.
Capítulo 4: La Huida
Salieron por la parte trasera del fuerte, donde la muralla estaba medio derruida. William había aflojado dos troncos días antes por accidente. Pasaron agachados entre los nopales, con el corazón latiéndoles en la garganta. Afuera, el desierto los esperaba, negro y silencioso. Corrieron hasta que los pulmones les ardían y las piernas les temblaban. Niana iba descalza, pero no se quejaba. Conocía cada piedra, cada arbusto, y lo guiaba como si hubiera nacido con un mapa en la cabeza.
Al amanecer, los perros comenzaron a ladrar en el fuerte. Se oyó el corneta, gritos y disparos al aire. El capitán Morales rugía como un toro herido. William y Niana se escondieron en una pequeña cueva junto a un arroyo seco. Ella le vendó con tiras de su propia blusa una herida que él ni había sentido en el brazo. Sus dedos eran rápidos y seguros. “¿Por qué lo hiciste?”, preguntó ella en voz muy baja. William se encogió de hombros, porque ya no podía hacer otra cosa. Ella sintió que esa respuesta tenía todo el sentido del mundo.
Siguieron su viaje de noche, escondiéndose de día. Bebían agua de cactus y comían tunas y raíces que solo Niana reconocía. Una vez, tuvieron que cruzar un llano abierto bajo la luna. De repente, se oyó el galope de caballos. Eran seis jinetes del fuerte con Ramos a la cabeza. William empujó a Niana detrás de unas rocas. “Quédate aquí”, le dijo. Sacó su revólver y su Winchester, disparando dos veces. Un caballo relinchó y cayó, y los demás se dispersaron buscando cobertura.
Niana apareció a su lado con una piedra en cada mano y le sonrió por primera vez, una sonrisa pequeña pero real. Juntos, los ahuyentaron. Ramos se llevó una bala en la pierna y juró venganza hasta el infierno.
Capítulo 5: El Encuentro Final
Cinco días después, exhaustos, con los labios partidos y los pies sangrando, llegaron a las faldas de la sierra del Pinacate. Desde una loma, Niana señaló un hilo de humo que subía entre los mezquites. “Mi gente”. William sintió un nudo en la garganta, sabiendo que ahí terminaba su camino juntos. Bajaron lentamente, y los guerreros apache salieron a recibirlos con lanzas y rifles. Eran más de 20. Un anciano de cabello blanco largo y ojos de águila se adelantó.
Niana habló rápido en su lengua, señalando a William, mostrando las cicatrices de sus muñecas, contando todo. El viejo escuchó sin mover un músculo. Luego se acercó a William, lo miró de arriba a abajo y le puso una mano en el hombro. “Tú salvaste a una hija nuestra. Tu vida es sagrada para nosotros. Vete en paz, hombre de dos sangres”.
William asintió, sin palabras. Se volvió hacia Niana. Ella estaba de pie, erguida otra vez, como el primer día en la jaula, pero ahora libre. El viento movía su cabello negro como bandera. No hubo abrazo, ni beso, solo se miraron largo rato, como si quisieran grabarse para siempre en la memoria. Después, William dio media vuelta y comenzó a caminar hacia el oeste, hacia el sol que se ponía rojo como sangre sobre las dunas.
Epílogo: Recuerdos en el Viento
Niana se quedó mirando hasta que su figura se hizo pequeña, hasta que desapareció entre la arena y el cielo. Nunca volvieron a verse. Dicen que William vagó años por el desierto, ayudando a otros prisioneros, y que nunca volvió a ponerse un uniforme. Dicen que Niana tuvo otra hija a la que puso por nombre Gulgermo y que le contó la historia tantas veces que todos los niños del ranchería la sabían de memoria.
Y en las noches de luna llena, cuando el viento que cruza la sierra del Pinacate todavía lleva un susurro que suena a dos nombres: Niana, Guillermo, como si el desierto mismo se negara a olvidarlos.
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