La Tormenta que Devolvió la Vida
Capítulo 1: Un Hombre Perdido
En el año del Señor de 1887, en la frontera entre Sonora y Arizona, vivía un hombre que ya casi no parecía hombre. Caleb Rke, un antiguo soldado de la Unión, se había retirado a una jacal de adobe, perdido entre los mesquites. La guerra le había robado todo: compañeros, fe y hasta el deseo de seguir respirando. Solo quedaban él, un viejo caballo llamado Trueno y un rifle Winchester que había dejado de limpiar.
Aquella noche de finales de octubre, el cielo se vino abajo. Llovía como si Dios quisiera borrar el desierto. Los relámpagos iluminaban las sierras pelonas y el viento aullaba como un alma en pena. Caleb estaba sentado junto al fuego, absorto en sus pensamientos, cuando alguien golpeó la puerta. Tres golpes secos, fuertes, de quien no pide permiso, sino que exige.
Con el colt en la mano, abrió apenas una rendija. Afuera, bajo la lluvia que caía a cántaros, había cuatro mujeres apache empapadas hasta los huesos. La mayor, con ojos como carbones encendidos, dio un paso al frente. “Buscamos refugio, solo por esta noche”, dijo con voz firme, sin súplica. Las otras tres, más jóvenes, temblaban detrás de ella, abrazadas entre sí.
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Caleb las miró. Vestían ropa sencilla de manta, pero rasgada y llena de lodo. La mayor llevaba un cuchillo comanche escondido en la bota, y él lo vio cuando movió el pie. No eran cualquiera. “¿Quién las anda buscando?”, preguntó él en un español duro, fronterizo.
“Los mismos demonios que buscan a todas”, respondió ella. “Hombres que compran y venden carne de mujer. Si nos encuentran aquí, te matan también, pero si nos dejas pasar, te pagamos lo que quieras”.
Caleb apretó la quijada. Dos años sin tocar a nadie, dos años sin hablar más que con su caballo. Podría haberlas echado o peor. Pero algo en los ojos de la mayor, una mezcla de rabia y dignidad que él había olvidado que existía, le golpeó en el pecho. “Pasen”, dijo al fin, abriendo la puerta. “Pero nadie toca a nadie. Aquí mando yo”.
La mayor sonrió, apenas una sonrisa de loba. “Me llamo Ediana. Estas son mis hermanas, Nisony, Cela y la más chica, Lena”. Entraron goteando, y Caleb les dio cobijas viejas del ejército y puso a calentar café en una olla ennegrecida.
Capítulo 2: La Amenaza
Las cuatro se sentaron en el suelo cerca del fuego, sin quitarse los ropajes mojados del todo. Ediana no dejaba de vigilar la puerta. “¿Cuántos vienen detrás?”, preguntó Caleb mientras servía el café en latas oxidadas.
“Siete. El jefe es un gringo que le dicen Dutch Carver. Tiene cara de perro rabioso y una cicatriz que le cruza el ojo izquierdo. Nos compró en Chihuahua hace tres lunas. Logramos escapar hace dos días”. Caleb sintió un escalofrío. Conocía el nombre.
Dutch Carver era una basura conocida en la frontera, traficante de armas y whisky, y cuando pagaban bien, de mujeres indígenas para los burdeles de Tucson o los ranchos de los ricos en Sonora. De pronto, un trueno retumbó tan fuerte que hasta la tierra tembló. Y luego se oyó otra cosa: cascos de caballos acercándose.
Ediana se puso de pie como resorte. “Son ellos”. Caleb no preguntó más. Señaló la trampilla del piso. “Al sótano, rápido”. Las cuatro bajaron en silencio. Caleb cerró la trampilla, puso encima la mesa de pino y se sentó como si nada, con el rifle atravesado en las piernas.
Los golpes en la puerta fueron brutales. “Abre, hijo de la chingada, o la tiramos”. Caleb abrió. Afuera estaban siete hombres empapados, con los rifles apuntando. El de la cicatriz en el ojo sonrió con dientes podridos. “Dutch Carver, para servirte o matarte. Busco cuatro indias que se me escaparon”.
“Las vieron venir para acá”. “Aquí no hay más que yo y los fantasmas de los que maté”, respondió Caleb sin moverse. Carver empujó la puerta y entró con dos de sus hombres. Los otros vigilaban afuera. Olía a whisky barato y a sudor de caballo.
“Te voy a registrar este changarro”, gruñó Carver. “Adelante”, dijo Caleb. “Pero si tocas algo que no debes, te abro otro ojo para que veas mejor”. Los hombres revolvieron todo, levantaron la cama, patearon las ollas, abrieron el baúl militar. Uno de ellos puso el pie encima de la trampilla. Caleb sintió que el corazón le pegaba en la garganta, pero no movió ni un músculo.
Capítulo 3: La Lucha
De pronto, Carver se agachó y tocó el suelo con los dedos. “Está caliente aquí, demasiado caliente para hacer solo una mesa”. Con una patada, voló la mesa. Levantó la trampilla. Las cuatro hermanas estaban abajo, apretadas contra la tierra, con los ojos brillando en la oscuridad.
“Aquí están las perras”, rió Carver. En un segundo, todo fue caos. Dos hombres bajaron y sacaron a las muchachas a rastras. Ediana se revolcó como víbora, mordió una mano, pero un culatazo la dejó aturdida. Caleb se levantó, pero Carver le puso el cañón del revólver en la frente. “Tú, te voy a volar los sesos por mentiroso”.
Y entonces pasó algo que nadie esperaba. Cuando Carver empujó a Caleb contra la pared, el antiguo soldado sintió algo frío deslizarse en su bota. Era el cuchillo comanche que Ediana había escondido allí mientras servía el café. La mujer lo había planeado todo.
El hombre que sujetaba a Lena, la más pequeña, se descuidó un segundo. Caleb sacó el cuchillo y se lo clavó en el cuello hasta la empuñadura. El cuerpo cayó gorgoteando sangre. El disparo de Carver rozó la oreja de Caleb, quemándole la piel, pero ya era tarde. Caleb le dio un cabezazo que le rompió la nariz al traficante y le quitó el revólver de la mano.
Los otros dos disparaban a ciegas. Caleb tomó su Winchester del rincón y mató a uno de un tiro en el pecho. El último salió corriendo hacia la lluvia. Afuera, los cuatro hombres que vigilaban montaron asustados y se largaron detrás de su compañero.
Se llevaron a las cuatro hermanas amarradas en los caballos, gritando. Caleb se quedó un momento en la puerta, viendo cómo se perdían entre relámpagos. La sangre le corría por la cara. Por primera vez en dos años sintió que estaba vivo.
Capítulo 4: La Decisión
Encilló a Trueno, tomó el rifle, municiones y el cuchillo todavía sangrante. Antes de salir, miró la jacal. “Ya volviste, viejo”, se dijo a sí mismo, y partió tras ellos en la tormenta. La lluvia era tan fuerte que borraba las huellas, pero Caleb conocía esos cerros como la palma de su mano. Cabalgó dos horas sin parar, siguiendo los relámpagos que alumbraban el camino.
Al fin vio fuego, el campamento de Carver, escondido en un cañón angosto. Se acercó a pie, dejando al caballo atado. Contó seis hombres vivos, más Carver. Las hermanas estaban amarradas a un mezquite, mojadas y temblando, pero con los ojos llenos de furia. Carver bebía whisky junto al fuego, maldiciendo.
“Esa india mayor me las va a pagar. Primero la voy a quebrar yo, luego se la doy a todos”. Ediana, aunque amarrada, escupió al suelo. “Primero tendrás que matarme, perro”. Caleb sonrió en la oscuridad. Esa mujer valía más que todos los hombres que él había conocido en la guerra.
Se acercó sigiloso. Primero cortó las cuerdas de Ediana con el mismo cuchillo comanche. Ella no dijo nada, solo tomó el cuchillo que él le pasó y le hizo una seña a sus hermanas. Lo que pasó después fue rápido y sangriento. Nisony se soltó sola y tomó una piedra con la que le abrió la cabeza al guardia que la vigilaba.
Cela agarró el rifle del muerto y disparó al que intentaba montar. Lena, la más pequeña, corrió hacia Caleb llorando, pero él la empujó detrás de una roca. Ediana y Caleb avanzaron juntos hacia Carver. El traficante vio las sombras y sacó su revólver, pero ya era tarde. Ediana le enterró el cuchillo en la pierna derecha, justo arriba de la rodilla. Carver gritó como cerdo en matadero y cayó.
Caleb le puso el cañón del Winchester en la frente. “Se acabó, Carver”. “No me mates, [ __ ] sea. Te doy todo el dinero”. “No quiero tu dinero”, dijo Caleb. “Quiero que pagues”. Entre los dos lo amarraron como puerco. Los tres hombres que quedaban vivos levantaron las manos aterrados.
Las hermanas los miraban con odio puro. Ediana se acercó a Caleb. La lluvia le había lavado la sangre de la cara, pero sus ojos brillaban más que nunca. “Gracias”, dijo solamente. “No me des las gracias todavía. Hay que llevar a este hijo de [ __ ] ante la ley. En Nogales hay un mariscal que no se vende”.
Capítulo 5: El Regreso a Casa
Al amanecer, cuando la tormenta se fue tan rápido como llegó, el grupo salió del cañón. Caleb y las cuatro hermanas iban delante. Detrás, los tres sobrevivientes llevaban a Carver amarrado en su propio caballo, herido y humillado. Tres días después, en Nogales, el mariscal Yankee y el comandante mexicano se quedaron con la boca abierta al ver a un gringo solitario escoltando a cuatro apaches armadas y a un traficante famoso medio muerto.
Dutch Carver fue juzgado en Tucson. Lo condenaron a la horca, pero antes lo tuvieron 20 años pudriéndose en Yuma. Nunca volvió a ver la luz del sol como hombre libre. Las hermanas regresaron a su ranchería en la Sierra Madre. El Consejo de Ancianos las recibió como heroínas.
A Lena le hicieron una ceremonia especial porque, siendo la más pequeña, había demostrado el corazón más grande. El día de la despedida, Ediana buscó a Caleb junto al arroyo. Él ya había decidido no volver a su jacal. Ella se acercó, le tomó el rostro con las dos manos y lo besó. No fue un beso de amante, sino de guerrera a guerrero. “Tú no solo nos salvaste la vida, Caleb Rke, nos devolviste el orgullo. Ahora podemos caminar con la cabeza alta otra vez”.
Caleb asintió con la garganta apretada. “Ve con los tuyos, Ediana. Yo tengo que hacer algo”. Y así fue. Caleb vendió lo poco que tenía, compró otro caballo y empezó a recorrer la frontera. Donde oía que había mujeres desaparecidas, apaches, yaquis, mexicanas, gringas, ahí aparecía él.
A veces solo, a veces con otros hombres que habían perdido algo en la vida y querían recuperarlo haciendo lo correcto. Los traficantes empezaron a temer un nuevo nombre en la frontera: el fantasma del desierto. Y en las noches de luna, cuando el viento soplaba fuerte entre los aguaros, los viejitos de las rancherías contaban la historia de la tormenta que trajo cuatro hermanas a la puerta de un hombre muerto y cómo ese hombre volvió a nacer para salvar a muchas más.
Porque a veces, para que un corazón vuelva a latir, solo hace falta que alguien golpee la puerta en la noche más oscura y que alguien, contra todo pronóstico, decida abrir.
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